Dicen que la percepción del mundo que te rodea va cambiando a medida que te vas haciendo mayor y vas viviendo experiencias que te hacen madurar, que cuando eres pequeño hasta las cosas más insignificantes pueden parecerte una auténtica aventura. Pues eso mismo es lo que me ocurrió cuando, en 1988, con diez años, subí a Tresviso en una excursión de mi colegio.

Tresviso es un pueblo situado en plenos Picos de Europa, práctruta_tresvisoicamente en la frontera entre Cantabria y Asturias, a 848 metros sobre el nivel del mar, con una población aproximada actual de 60 habitantes y cuya principal atracción turística reside en su reconocido Queso, marca registrada con denominación de origen «Picón Bejes Tresviso», un queso azul de fuerte sabor y penetrante olor muy característico, hasta el punto que en Cantabria a veces se bromea con él cuando unos pies desprenden mal olor, pero que tiene muchos adeptos entre los entendidos y enamorados del Queso. Además es un pueblo pequeño, pero muy bonito, que presenta unas impresionantes vistas y cuya ascensión es obligada para los amantes del trekking, 5,8 kilómetros de recorrido donde se solventa un desnivel de aproximadamente 700 metros, por caminos estrechos, sinuosos, empinados y con espectaculares barrancos, así que cuando se organizó una salida a Tresviso para alumnos de Séptimo de EGB no hubo muchos valientes que se animasen.

Antes de nada debo decir que mi madre era profesora en ese colegio y una de las integrantes de la excursión, así que me dio la excusa perfecta para que mi hermana melliza Ana y yo, en ese momento en Quinto de EGB, nos uniésemos a ella, y con más razón cuando otro profesor me dijo que era demasiado pequeño para hacer la subida y me retó a que no podría hacerla. En un principio ella estaba reticente, pero como mi padre también iba a hacerla como cuidador nos dio el permiso.

La excursión se celebró un caluroso y soleado sábado en el mes de Junio y yo estaba emocionado, pues tuve la oportunidad de utilizar mis recién compradas chirucas y mi flamante cantimplora azul termo llena de agua. En un principio la salida estaba programada para las ocho de la mañana, pero salimos una hora más tarde porque tanto el autobús como algunos de los alumnos llegaron tarde. Ese retraso fue la causa que convirtió la ascensión en mi pequeña aventura.

El viaje fue largo, de más de dos horas, tengamos en cuenta que estamos hablando de 1988 y por lo tanto las conexiones por carretera eran mucho peores que en la actualidad, y durante el trayecto pasamos por San Vicente de la Barquera y su famoso puente donde nos dijeron que si conseguías cruzarlo manteniendo la respiración se cumpliría un deseo, así que todo el mundo lo intentamos, pero el conductor del autobús bajó la velocidad y al final mis pulmones no fueron suficientemente grandes.

El autobús nos dejó sobre las once de la mañana en Urdón, donde se encontraba la senda que nos conduciría a Tresviso y debo reconocer que cuando alcé la vista y observé el camino que me quedaba por recorrer me entraron dudas de si podría conseguirlo, pero recordé el reto de ese profesor y me dije que lo lograría, así que me ajusté la visera que me dio mi madre y comenzamos la ascensión, al principio todos en el mismo grupo mientras el camino discurría paralelo al Río Urdón, la central eléctrica y los dos puentes romanos, zona llamada «Entrelospuentes», pero poco a poco, cuando comenzó la ascensión propiamente dicha con las primeras pendientes pronunciadas, se fue desgajando entre las diversas velocidades de escalada para formar tres grupos. Yo comencé en el primero, junto con ese profesor para demostrarle que podía hacerlo, pero mi madre me llamó y me obligó a hacer la subida con ella, así que tuve que quedarme quieto y esperarles. Estaba muy enfadado, pero a la larga, si no hubiese sido por esa decisión, no habría vivido la experiencia que ahora estoy contando porque, a partir de ese momento, comenzó la aventura. El sendero que lleva a Tresviso, además de estrecho, con espacio para dos personas, y sinuoso, está formado por suelo de roca caliza, altamente refractante, y se caracteriza por una total ausencia de vegetación en prácticamente toda su extensión, sólo en la zona cercana al río donde sí que existen diversos tipos de árboles, y como comenté anteriormente, el día fue muy caluroso, así que durante la ascensión no disfrutamos de una sombra en la que cobijarse y las paredes de roca caliza aumentaron aún más la temperatura reinante, por lo que la sed pronto hizo acto de presencia y, a pesar de las advertencias por parte de mis padres y los demás profesores integrantes del grupo de beber agua en poca cantidad, a mitad de camino varios de los alumnos, ya fuese por inexperiencia o simplemente desafío a la autoridad, ya habían agotado sus reservas de agua, así que mi madre tuvo la idea de recopilar las cantimploras todavía llenas o con algo de agua y repartirlas entre los cuidadores, que a partir de ese momento se convirtieron en aguadores y acudían a la llamada de los alumnos que lo necesitaban.

A eso de las doce del mediodía ya habíamos realizado más de la mitad del camino y yo, contrariamente a lo que pensé en un principio, me encontraba de maravilla, cansado como todos, pero con más fuerzas que casi nadie, así que decidí que iba a ser el explorador del grupo en busca de una fuente que nos permitiese rellenar las cantimploras, una tarea importante para mí en ese momento, y me convertí en la avanzadilla, siempre un poco por delante y más arriba que el resto, pero mi madre seguía sin permitirme alejarme demasiado, sobre todo porque estábamos afrontando la zona más dura, entre la zona llamada «La Bargona» y el «Balcón de Pilatos», donde el desnivel de las curvas es el más elevado del trayecto y el terreno empeora hasta el punto de encontrarnos zonas de pedregal y grijo suelto altamente resbaladizas y alguna curva que prácticamente tenías que subir a cuatro patas para no caerte, así que debía quedarme a esperar al resto, momento que aprovechaba para observar el paisaje que el Balcón permite disfrutar: precipicios espectaculares de roca blanca que permiten ver al fondo el río y el bosque de su rivera jalonados por manchas verdosas de vegetación que se aferraban a las grietas como escaladores sin arnés, algunas tan crecidas que desafiaban a la gravedad, y multitud de oquedades provocadas por el desgaste de la roca ante el golpeo incesante de la lluvia y la nieve en invierno.

El paisaje es una maravilla que recomiendo a todo el mundo, pero que no puede compararse con lo que ocurrió poco después y me quedó grabado a fuego en mi cabeza: Ocurrió en uno de esos momentos de espera. Yo estaba observando desde arriba cómo los demás iban subiendo en fila india, como hormigas en procesión, cuando de repente un graznido sonó a mi espalda, me giré y entonces la vi: Un Águila estaba sobrevolando la zona con sus enormes alas rojizas extendidas, planeando majestuosa por las corrientes de aire, e iba descendiendo poco a poco, pero para mi sorpresa lo hizo dirección a mí y a los pocos segundos llegó a mi altura. Pasó tan cerca que pude notar el viento de sus alas en mi cara y pude ver claramente su cabeza apuntada, su pico curvo y puntiagudo y uno de sus ojos, pero eso no fue todo, porque él también me estaba estudiando y nuestras miradas se cruzaron. Nunca podré olvidar ese ojo de amarillo intenso y su iris negro orientado directamente hacia el mío. Fue una experiencia indescriptible e irrepetible. Se produjo durante un instante una conexión y una sensación de estar viviendo algo mágico que aún hoy, 24 años después, todavía me emociona y me pone los vellos de punta. Einstein dijo que el tiempo es relativo, que hay momentos que pasan volando y otros en los que el tiempo se detiene. Este fue uno de esos casos. Quedé en trance por unos segundos hasta que alguien gritó: «¡Mirad, el águila de Falcon Crest!» y todo el mundo se asomó a verla, pero ya estaba lejos. Mi madre se acercó y me preguntó si lo había visto, a lo que contesté que sí, pero en ese momento no le conté lo que había pasado, lo guardé como un secreto entre el Águila y yo. Le estaré siempre agradecido a mi madre que no me dejase ir en el primer grupo.

Aunque el encuentro con el Águila ya fue toda una aventura, todavía quedaba camino que recorrer y seguí ejerciendo de explorador para el grupo, aunque esta vez no lo hice sólo, me acompañaba mi hermana. Ya hacia el final del camino el sendero se vuelve más tendido que conduce a los Invernales de Prías donde dejamos atrás los precipicios y saludamos a los cada vez más frecuentes prados, hasta que ya comienza a divisarse el pueblo a lo lejos y también los primeros vestigios de civilización en forma de lavaderos de ropa o abrevaderos para los animales. Cada vez que veíamos uno nos acercábamos al grupo y gritábamos: «¡Una fuente!» para luego ir corriendo, o andando rápido, que las fuerzas escaseaban, hacia allá, pero aunque había agua estaba estancada, en algunos casos incluso con renacuajos, y no era potable, así que volvíamos atrás de nuevo para dar la mala noticia, hasta que por fin encontramos una fuente. Pocas veces el agua me había sabido tan bien. Una vez tomé un gran sorbo y rellené mi cantimplora, ya vacía a esas alturas, me acerqué corriendo, esta vez sí, al grupo y les dije que había encontrado agua de verdad. Algunos alumnos gritaron de alegría y, aunque todo el mundo estaba agotado, sacaron fuerzas de flaqueza y varios incluso corrieron a la fuente. Allí estuvimos bastante tiempo mientras se rellenaban las cantimploras y todo el mundo se refrescaba mojándose la cabeza. Una vez refrescados y con el ánimo más alto recorrimos los últimos tramos del camino con más brío, cada vez veíamos el pueblo más cerca y estábamos contentos por llegar a nuestro destino, pero hubo una cosa que todavía nos hizo a todos más felices: a escasos 300 o 400 metros del pueblo nos encontramos con un enorme árbol de frondosas hojas que formaba lo que, después del agua, más añorábamos, un gran cerco de sombra, así que, todos sin excepción, nos dirigimos como hipnotizados hacia el árbol, nos tumbamos al cobijo de su sombra y pudimos notar el frescor de la hierba en nuestra piel y la brisa fresca en nuestra cara. La verdad es que no sé cuánto tiempo estuvimos allí tumbados, pero cuando al fin nos levantamos y entramos en el pueblo los demás nos preguntaron qué había pasado y por qué habíamos tardado tanto.

Una vez allí, comimos y algunos compraron queso, yo me acerqué al profesor que me retó para que viese que había conseguido subir y, como había prometido, me dio un apretón de manos, me felicitó y me dijo que me había comportado como un hombre. Pocas veces me he sentido tan orgulloso como ese día.
Después de comer y pasar un tiempo en el pueblo tocó la hora de volver al autobús. Se esperó a que el Sol estuviera más bajo, así que tuvimos sombra todo el trayecto, y comenzamos a bajar. No se todavía la razón, pero sin motivo aparente dos alumnos comenzaron a correr haciendo una carrera y yo decidí hacer lo mismo, así que bajé corriendo todo el trayecto, algo que si lo pienso ahora fue casi suicida ya que el camino era todavía más peligroso por todas las piedras sueltas que te hacían resbalar y la cerca que estaba el precipicio, pero cuando tienes 10 años el miedo es relativo y todavía no había desarrollado el vértigo del que ahora sufro, no en grandes cantidades, pero suficientes para no hacer lo mismo si lo hiciese ahora. Llegué el quinto, cansado pero contento, aunque no pude evitar que mi madre, una vez abajo, me riñese por lo que había hecho. Del viaje de vuelta no puedo decir mucho ya que las emociones fueron tantas y estaba tan cansado que sólo recuerdo que me despertaron una vez llegamos de nuevo al colegio.

Como anécdota final puedo contar que el lunes siguiente mi padre, que había hecho un montón de fotos, mandó a revelar el carrete y se encontró con que lo había colocado mal, así que no conservo ninguna foto del momento, pero no me hace falta ya que esa excursión y el pueblo estarán para siempre presentes en mis recuerdos y los momentos que viví siguen estando tan nítidos como las mejores fotos que una cámara digital pueda hacer.

Nunca más he vuelto a Tresviso. He de reconocer que tengo un poco de miedo a hacerlo. Es posible que si lo hago se rompa la magia de lo que para mí fue una de las mejores experiencias que he tenido en mi vida, pero puede que en un futuro vuelva a hacerlo, quizá si en algún momento tengo hijos, y pueda contarles in situ lo que viví en ese lugar y, quien sabe, igual vuelvo a reencontrarme con mi amiga voladora o alguno de sus descendientes, pero eso será otra aventura.

Bibliografía y Fotografía

  • Fotografías de pirineos300.com – tresviso.net – foropicos.net
  • liebanaypicosdeeuropa.com
  • tresviso.net

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